El día que me tomé un Tafil para venir a trabajar o el tipo de señora en el que nunca me voy a convertir.

 

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Cuando me siento inspirada para empezar a escribir sobre cosas que me pasan, sobre la cotidianidad de mi vida, me gusta pensar que sí esas revistas dirigidas para MILFs de Polanco, pero que terminan entre los catálogos de espera de cualquier peluquería de colonia popular- donde te enseñan como encender a tu hombre en 5 pasos o como dominar al mundo en 20 minutos, esas que traen consejos de depilación de la zona del bikini o 15 métodos efectivos para aclarar tus axilas y, sobre todo las últimas actualizaciones de los royals del momento, bueno ya saben de cuales- me leyeran, no dudarían en contratarme para escribirles, ¡qué sé yo! una columna semanal, un artículo mensual, no sé, algún tipo de redacción quincenal, cuyo nombre sería algo así como Muerta por dentro o ¡No te preocupes, siempre hay alguien peor que tú! o alguna otra frase millenial cliché.

Mi sueño, al final del día, se antoja que no es sino redactar en alguna revista de chismes o del jet set.  Se acaba la imaginación y entonces caigo en cuenta de la realidad: estoy escribiendo estas líneas frente a mi computadora en una oficina que parece sacada de la novela mexicana “La fea más bella”, en una mazmorra habilitada para tales fines en la sala de juntas del socio del despacho dónde a veces juego a ejercer el derecho y a hacer cumplir la ley (ja ja ja), a ser abogada pues. Mientras le doy un sorbo a mi termo de café, (única prestación con la que cuento) siento que mi corazón se acelera de más, momento justo en el que descubro que tal vez no fue buena idea servirme esa dulce bebida de los dioses en un recipiente tan grande, ¿por qué? me tomé un Tafil antes de salir de mi casa y creo que excedí la dosis de cafeína recomendada, ¡genial!, pienso, ahora tengo más ansiedad de la que tendría si no me hubiera tomado el alprazolam.

Estos últimos días he sido fuertemente cuestionada sobre el porqué de mi ingesta de Tafil antes de llegar a la oficina, la respuesta es sencilla, pero no fácil, se me acabaron las opciones para hacer llevadera mi estancia en donde hace mucho tiempo llegue para aprender de la profesión que un día me causó emoción, que hoy no veo el día de poder abandonar (eso será tema de una historia diferente ¿síndrome del burnout o vocación equivocada?) y que lo único bueno que le veo éste lunes de reflexión, es que me ha dejado lo suficiente como para haber visitado 10 países en 4 continentes a lo largo y ancho del globo terráqueo.

Podría contarles mil detalles explicando cómo es que mi lugar de trabajo se volvió una de mis peores pesadillas, pero no los voy a aburrir porque este no es mi diario; escogí tres al azar: 1) Mi jefe como fuente inagotable de ignorancia, lo que ocasiona que toda la responsabilidad intelectual recaiga sobre mis hombros, sólo que sin la paga equivalente (en otras palabras, no tengo nada más que aprender ni que exprimirle a este lugar); 2) Compañeros casi tan tóxicos y peligrosos como mezclar anticoagulantes con aspirina, desde el poco capaz que siente que lo sabe todo, hasta la #siempredejadaporloshombres #señoraenlaquenuncamevoyaconvertir que hace drama hasta porque la borran de las redes sociales o no tiene los likes esperados; esos compañeros que convirtieron la libertad de expresión en una sentencia de muerte (sólo si las quejas son sobre ellos, acosadores laborales pues) y 3) Socios que ven y oyen, pero no hacen nada por cambiar las cosas.

Ya sé, cambiar de empleo suena una mejor opción que volverme adicta al Tafil, ya lo he intentado, no he tenido la suerte de lograrlo, ¿lo seguiré intentando? Tal vez; aunque parece que sentirme tan cerca de abandonar las leyes hace que conciba inútil ir de un ambiente tósigo a otro inexplorado. Mientras me decido, seguiré haciendo de la escritura un botón de escape, haré que ella me transporte al antiguo y conocido campo de Montiel donde el caballero de la triste figura subió sobre su hermoso caballo Rocinante y comenzó su aventura.

 

Dulcinea.